jueves, 21 de enero de 2016

AMAZONAS - Leticia


Leticia, Amazonas, Colombia, Enero, 2016


Amaneció despejado. Estoy acompañado de una sinfónica orquesta de periquitos alegres de la salida del sol y el fin de la noche eterna. Con sigilo paso a paso voy acercándome con delicadeza, me estoy enfocando, buscando la nitidez y el contraste. Estoy feliz de poder ver más allá de lo que ven mis pupilas. Estoy feliz de poder capturar la melodía de la vida. Divina inmortalidad que naces de una intensa dedicación a la libertad individual, de sanación del viento.









Puerto Nariño

Viajamos en la mañana soleada como dos horas por el río Amazonas hasta llegar al hotel Ayahuasca, propiedad del arquitecto Armando. Nos recibió con tabaco y hoja de coca, mambeamos mientras llovía a cántaros. Estoy consumiendo tiamina y loratadina para prevenir alergias y piquetes, tomo cervezas en la mañana para calmar la sed y el sol inclemente. A veces fumamos porros casi siempre después del almuerzo. Después de la comida nos ofrecieron tomar yagé para alejarnos de los bichos y del autogol que es el gran dictador del mundo – el alcohol.






La lentitud es la clave de los personajes incógnitos, cuando uno pronuncia el nombre de las plantas está pronunciando el nombre de los dioses. Sólo la noche y la lluvia silencian a los pájaros. El abuelo tabaco y la abuela coca. Estar reconciliado con la madre tierra, venir a esta aldea para sentir la espiritualidad de vivir con lo elemental y entrar a un mundo mágico que por el acelere del mundo  nos negamos a ver con los ojos de asombro.






Caminamos en medio de la selva hasta caer la noche. Llegamos a una maloka en medio del cansancio que produce la humedad y el andar pendiente de dónde vas a dar tu siguiente paso. Colgamos las hamacas y recolectamos leña para armar el fuego así poder espantar los mosquitos que agobian sin piedad. Descansamos dos horas hasta las 10 pm que fue el momento de iniciar el ritual, de ingerir el remedio. La purga que limpia el alma de los bichos –espíritus sin luz, y reconciliación con la madre tierra y el padre celestial.


                                                                           



La ceremonia duró tres horas acostados en una hamaca, cubierta por un toldillo; tambores, armónica, maracas y kalimba traíamos nosotros. Nos acompañaron durante toda la noche mágica, llena de espíritus, duendes –pixies, sueños despiertos, visiones y pintas de cálidos colores. Antes del amanecer volví a tomar una taza de remedio, entiendo el sentido del ritual, expulsar malas palabras, pensamientos lujuriosos –sexo animal.

                                                              



Confrontando los bichos (la ira, las ansias, el vacío). La estúpida esclavitud al bicho de la embriaguez. Sudé muchísimo, toneladas de agua pegadas a la camisa y a mi cuerpo, vomité poco gracias al ayuno del día anterior. Desde ese instante comienzo a sentirme agradecido con la vida, con la tierra, con el cielo. Un sentimiento de agradecimiento me rodea, la gracia de vivir en plenitud, como viviendo en oración, consciente de cada movimiento, meditando cada acción en un plano de auto observación del instante presente que se consumía como la leña seca en la fogata. El yagé es una violenta purga. Su efecto es más fuerte después del vómito, su sabor es muy amargo, aunque esa noche fue mezclado con miel para bajarle su amargura. Aun continua el gozo poderoso por la conexión con la madre. Estoy embriagado de serenidad y tranquilidad en un plácido bienestar de existir, bienestar de ser, bienestar de esta empírica experimentación de despertar mi consciencia humana. Lentas ondulaciones púrpura, diamantes eléctricos, hermosos fractales, sueños que se mezclan uno en otro. Triptaminas un mar de electricidad.








                                     



El tanteo, del verbo tantear, que bien puede significar probar, experimentar, descubrir y reconocer  la potencia del espíritu. Más allá de la imaginación, comprender una nueva visión de la vida y la dicha de la espiritualidad.





Sentarse a conversar, darle valor a la palabra pronunciada, sentados juntos alrededor del fuego, a preguntar y a echar cuentos sobre el butaco, concentrados en la palabra reviviendo mitos y leyendas de los pobladores de la selva.

La hamaca en el paraíso, yo soy la selva. Aquí estás tristeza disfrazada de rabia, sembrando tu malestar, escupiendo veneno, hablando de tu enfermedad que es contagiosa. Aquí estás lluvia, rascándome los ojos, secándome los labios, mordiéndome los dientes.